Lo vio con claridad. Cara Plana. El compañero que tenía un rostro extraño, sin perfil. Como si fuera el personaje de una caricatura al que le hubieran cerrado una puerta en la cara. Todas las mañanas, antes de que llegara el maestro y comenzara la clase, el salón entero golpeaba las bancas y gritaba a coro: ¡Cara Plana! ¡Cara Plana! ¡Cara Plana! Una po– rra siniestra. Había, sin embargo, un gozo en ese rito, algo que los conectaba a todos con su lado primitivo. Se dejaban llevar en esa letanía que podía durar largos minutos. Lo hicieron muchos días, hasta que el alumno dejó de ir a la escuela. No podía recordar su nombre. En su memoria siempre sería Cara Plana.