No se trataba, para la mayoría, de medir, de sondear la culpabilidad del acusado, que bien podía ser total o casi nula, sino de ver qué castigo equivalía a la importancia del delito o del crimen cometido por él. De este modo, eludían todos la dificultad central de su labor; escapaban a lo esencial del deber por medio de una suerte de insuficiencia congénita, de la cual ni siquiera se daban cuenta pues no era posible hacerlos recapacitar. Para entrar en los meandros de una conciencia, qué tacto, qué prudencia, qué escrúpulos, qué perspicacia, qué respeto se imponen; pero la mayoría de los jurados, incapaces de algo así, no ven en el acusado más que un acto homicida o un robo que debe castigarse, sin importar quién sea el hombre, y de esta manera fracasa la justicia, pasando de largo sin ser justa.