Lo único que le hubiera gustado evitar fue la sed que le dio antes de morir. Le hacía pensar en cuando llegó a Boca de Perro y bajó corriendo a buscar agua; golpeó, pateó, rogó, pero en el pueblo nadie salió a abrirle la puerta. La sed lo hacía dar vueltas alrededor de las mismas ideas: cuando la gente muere hay que esperar nueve días antes de enterrarla, para que el alma salga de su espanto y luego salga del cuerpo, para que no se pierda confundida. Nueve días, ése es el tiempo preciso.
La sed siempre le recordó la guerra. Empezó a hablar consigo mismo: hay que meter todos los cuerpos lo más pronto posible en una fosa. Hay que meterlos pronto.
Recordaba las fosas en el desierto que no se ven, porque están rellenas. De gente, de huesos que a veces el aire desentierra y que los animales mastican para limpiarse los dientes.