Durante mucho tiempo los libros no tenían reservado un lugar específico dentro de la casa, sino que se almacenaban en arcones, cajones o alacenas, junto a platos, vasos, ropa de cama, trajes… Sólo a partir del siglo xvi, y sobre todo el xvii, las clases acomodadas reivindicaron un espacio privado para la lectura y, por tanto, reservaron habitaciones en las que comenzaron a guardar también los libros, primero sobre mesas o pupitres, según la costumbre medieval, y más tarde en estanterías a lo largo de las paredes, sobre tablas.