Miré a mi alrededor aquellos rostros que amaba y pensé en todos mis dones del año anterior: estaban papá y mamá, cogidos de la mano y con aspecto cansado pero feliz. Ella tenía algún cabello gris en las sienes, aunque yo no me di cuenta hasta entonces. Estaba Harry: orgulloso, alto y guapo, con el cuello y la corbata inmaculados; un joven caballero en ciernes. Estaban Sam Houston y Lamar; estaba Travis con Jesse James en brazos; estaba Sul Ross, bostezando. Y estaba J.B., que no se aguantaba de pie pero había decidido valientemente ver entrar el año nuevo.
Y estaba mi abuelo, sumando su voz de barítono en triste y dulce armonía a la música, y con la barba larga encendida a la luz del fuego. Qué cerca habíamos estado de perdernos el uno al otro. Al final, él resultó el mejor regalo de todos.
Las ollas y cacharros se fueron apagando y la canción se acabó, y todos nos fuimos a rastras a la cama, salvo mamá y papá, que se quedaron allí juntos un poco más.
Yo me puse mi camisón más grueso de franela roja y me acosté. Menos mal que SanJuanna había eliminado el helor de las sábanas con un calentador de cama. Intenté aguantar un rato tumbada y hacer balance de mi vida. Es lo que se hace cuando termina un siglo, ¿no? Pero creo que en realidad me dormí enseguida y sólo soñé que hacía balance.