¿Podré alguna vez explicar ese instante, esa tangente en que el roce fraternal de una mejilla se sorprende a sí mismo reconociendo el calor de una piel, y antes, o en el segundo mismo en que un espasmo de terror expande las paredes del vientre en explosión sorda y los falsos suelos de hielo se desploman, los labios, de pronto sensitivos hasta parecer desollados, ya no pueden separarse de ese contacto sino para corroborarlo milímetro a milímetro, cautivos en su propio ardid de buceo táctil, ciego, de molusco púrpura, estrella de mil bocas y boca de mil estrellas, por una suave geografía submarina, avanzando irresistiblemente, fatalmente, entre ríos de temperaturas, corrientes y faunas contradictorias, hacia el meollo imantado, altar de toda Atlántida perdida y vaso axial de todo rito, a ese cráter en cuyo fondo duermen los dragones cenizos del mito erótico, a ese espejo del que astros lobunos nos salen al encuentro, ojo carnívoro, pozo sin brocal ni fondo de sueños luciferinos al que se cae sin esperanza de rescate? ¿Cómo, cómo explicar aquel beso?