Minotauromaquia

Decía Kierkegard que “el amor es la expresión del que ama, no del amado”.

Admito que no fue tu culpa. Pero sí fue tu culpa.

Entonces, comprendo y acepto nuestro amor, esa historia de la nada entre encuentro y encuentro, esos viajes fuera del espacio y del tiempo, esa deriva sin fin en las tinieblas flotantes, esa cesación del movimiento y de la dirección del movimiento, ese fracaso de la voluntad, esa insonora música de las esferas, esa lucha ciega contra lo amorfo, esos pasos en el vacío y ese vacío en que dar pasos ya no significa nada y a nada conduce

Más forjado por la ira que por la ternura, me decías que el crimen se justifica porque viene a modificar lo inhabitable.

Recuerdo cuando llegaste a la conclusión de que la fidelidad no es una premisa sino una consecuencia

Hoy sé que naceré de mí misma; hoy sé que naceré otra vez. El viento se levanta: hay que intentar vivir.

llamando a Eurídice en acordes silenciosos, mortalmente apremiantes, repetitivos, idénticos, sin matices, sin intensidad ni timbres, como quien se droga con el nombre amado entre terror y terror. Sed de ser aniquilado porque es demasiado bello y demasiado atroz, demasiado degradante y demasiado sublime, porque no se puede ni se debe sobrevivir al amor.

Scriabin: telar de fuego para entretejer los verbos. Hordas rítmicas, Gengis Kahn cabalgando octavas dobles y arpegios quebrados.

“Beethoven inicia sus obras con una amenaza. Brahms con un abrazo”, decía Bernard Flavigny.

Y el do es una dicha insostenible, la longitud de la cuerda de resistencia no alcanza –tensión, intensidad– y se desafina, se desafina, se desafina hasta el dolor como una arteria desnuda.

Heme aquí de nuevo en si bemol. No el del principio ascendente del amor. Sino el descendente.