Me lancé a criticar a todo y a todos, recurriendo sobre todo a los jovencitos de la capital y a los petimetres de San Petersburgo, y me desaté hasta el punto de que mi dama poco a poco fue dejando de sonreír y, en lugar de levantar los ojos, de pronto empezó —supongo que de sorpresa— a bizquear, además de una forma muy extraña, como si por primera vez se diera cuenta de que en su cara había una nariz; y mi vecino, uno de esos leones de los que se ha hablado antes, más de una vez me lanzó miradas e incluso se giró hacia mí con la expresión de un actor sobre el escenario que se espabila en un punto desconocido, como si quisiera decir: «¿Qué ocurre aquí?».