Los libreros de verdad, incorregibles, como Sophie y yo, no saben mentir. La cara siempre nos delata. Una ceja levantada o una mueca revelan que el libro no merece la pena, y entonces los clientes inteligentes piden que les recomendemos otra cosa, con lo cual los llevamos a la fuerza hasta un volumen en concreto y les ordenamos que lo lean. Si lo leen y les desagrada, nunca volverán. Pero si les gusta, serán clientes para toda la vida.