Mi abuelo murió cuando yo era niño. Era escultor. Era además un hombre muy bondadoso, dispuesto a querer a todo el mundo. Ayudaba a limpiar la casa de vecindad, hacía juguetes para los niños, y un millón de cosas. Tenía siempre las manos ocupadas. Y cuando murió, comprendí que yo no lloraba por él, sino por todas las cosas que hacía. Lloraba porque nunca volvería a hacerlas. Nunca volvería a labrar otro trozo de madera, ni nos ayudaría a criar palomas y pichones en el patio, ni tocaría el violín de aquel modo, ni nos contaría aquellos chistes. Era parte de nosotros, y, cuando murió, todos los actos se detuvieron, y nadie podía reemplazarlo. Era un individuo. Era un hombre importante. Nunca pensé en su muerte. Sí en cambio en todos los objetos labrados que nunca nacieron a causa de esa muerte. Cuántas bromas faltan ahora en el mundo, cuántas palomas que sus manos nunca tocaron. Mi abuelo modelaba el mundo. Hacía cosas en el mundo. Con su muerte el mundo perdió diez millones de actos hermosos.