y empezó a descender de la escalera, apoyando el pie en un travesaño tras otro, hasta llegar con sus pantalones cortos abajo, a las seis cestas de cerezas recogidas esa misma tarde, continuó caminando hasta la casita de madera, cogió un balde y, apartando la tapa del pozo, lo sacó lleno de agua fresca; luego levantó las manos, se soltó la blusita manchada con el jugo de las cerezas, se desabrochó el botón del pantalón corto y, sacudiéndose la ropa, se subió la blusita para arriba, mientras el pantalón caía para abajo, y desnuda se fue a un claro, rodeado de árboles frutales, y empezó a lavarse, y el anciano, que se había pasado toda la tarde contándole historias, en ese instante quedó como fulminado, su rodilla doblada, presa de unas manos anudadas, mirando más allá de ella, hierático, arrebatado, tierno, mientras ella le hacía ese regalo que solamente una mujer puede hacer a un hombre, lavándose, a la caída del día, para unos ojos emocionados…