No se sabe muy bien dónde está el límite de las víctimas que el mundo puede digerir. Ayer en Rashidiya murieron doce personas. Un buen número: nada que temer. ¿Y si hubieran sido doscientas? Quizá fuera excesivo. Un comandante cualquiera de un cañonero cualquiera juega con las cartas tapadas, a ciegas, pues no ve a cuánta gente mata; si mata a tanta que no habrá nada que temer o si, por el contrario, se excede exponiéndose a voces de condena.
Pero de todos estos detalles se enterará más adelante por los periódicos.
Todo se sabe desde el principio hasta el final. Dentro de unos días, los periódicos informarán de una nueva acción de los fedayines. Tres de ellos entrarán de madrugada en una aldea israelí y se llevarán –digamos– a diez rehenes, con los cuales se encerrarán en un edificio. A partir de ese momento, tanto a los fedayines como a los rehenes, los podemos situar en el Juicio Final.
Pero aquella mañana todavía existen, todavía están con vida.
De momento, los fedayines anuncian que dejarán marchar a los rehenes si el gobierno de Israel libera a cien presos palestinos. En caso contrario, los rehenes serán ejecutados. El plazo del ultimátum expira a las ocho de la tarde. Ahora, la vida de diez israelíes está en manos del gobierno israelí. Sólo que el gobierno israelí nunca cede en tales casos. Ante la elección entre el principio de no ceder y la vida humana, siempre opta por el principio. A