Pídase a un político que pruebe sus afirmaciones no recurriendo a citas y discursos, sino confrontándolas con hechos certificables (tal como se recogen y elaboran, p. ej., con ayuda de las técnicas estadísticas). Si es honesto, cosa que puede suceder, o bien a) admitirá que no entiende la pregunta, o b) concederá que todas sus creencias son, en el mejor de los casos, enunciados plausibles, ya que sólo pueden ser probados imperfectamente, o c) llegará a la conclusión de que muchas de sus hipótesis favoritas (principios, máximas, consignas) tienen necesidad urgente de reparación. En este último caso puede terminar por admitir que una de las virtudes del método de la ciencia es que facilita la regulación o readaptación de las ideas generales que guían (o justifican) nuestra conducta consciente, de manera que esta pueda corregirse con el fin de mejorar los resultados.