Los levitas —descendientes de Leví— tenían una condición muy particular: eran los que no recibían herencia en tierra, sino que su función era cuidar el templo, el fuego, el altar de Dios. Eran de la raíz y de la genealogía de los sacerdotes. El libro de Deuteronomio, en el capítulo 10, versículos 8-9, nos lo describe: «En aquel tiempo apartó Jehová la tribu de Leví para que llevase el arca del pacto de Jehová, para que estuviese delante de Jehová para servirle, y para bendecir en su nombre, hasta hoy, por lo cual Leví no tuvo parte ni heredad contra sus hermanos; Jehová es su heredad, como Jehová tu Dios le dijo».
Tú eres un levita. Los levitas eran los que estaban consagrados, los que no recibieron herencia terrenal, pero que sí recibieron algo mucho más importante y especial: el privilegio de llevar el arca de Dios.
El arca representa la presencia de Dios. Tú eres el que lleva el arca. Eres el que lleva la presencia de Dios a tu casa, al trabajo, al estudio, a la iglesia … Va contigo a todo lugar a donde vayas.
Por eso, los que te rodean, al verte no te entienden, te ven diferente, distinto, especial, no saben cómo describirlo: se trata de la presencia de Dios, que va contigo a todo lugar.
Tú puedes recibir y ver la gloria de Dios. La sanidad, el gozo, la victoria … ¡qué glorioso!
Pero justamente es por eso que resulta tan pecaminoso cuando un cristiano juega con esa gloria, porque entonces se endurece y cae