El odio más manifiesto y más mortal contra él lo produjo su deseo de reinar; primera causa para los más, y pretexto muy decoroso para los que ya de antiguo le tenían entre ojo. Los que andaban empeñados en negociarle la regia dignidad habían esparcido al intento la voz de que según los libros sibilinos, la región de los partos se sujetara a los romanos si éstos les hacían la guerra mandados por un rey, cuando de otro modo no había que intentarlo; y bajando César de Alba a Roma dieron el paso atrevido de llamarle rey. Mostróse incomodado el pueblo; y él, afectando disgusto, dijo que no se llamaba rey, sino César; y como con este motivo todo el mundo guardase silencio, pasó nada contento, ni con el mejor semblante. Habiéndosele decretado en el Senado nuevos y excesivos honores, sucedió que se hallaba sentado en los Rostros, que era el lugar donde se daba audiencia; y dirigiéndose a él los cónsules y los pretores, a los que siguió todo el Senado, no se levantó, sino que como quien da audiencia a los particulares, les respondió que los honores que le estaban concedidos más necesitaban de reducción que de aumento. Este suceso desagradó no solamente al Senado, sino también al pueblo, que en el Senado miraba despreciada la república; así es que se marcharon altamente irritados todos los que no tenían necesidad de permanecer; de manera que César, reflexionando sobre ello, se retiró al punto a casa y dijo en voz alta a sus amigos, retirando la ropa del cuello, que estaba preparado a ofrecerlo al que quisiera presentarse. Después se excusó de lo pasado con su enfermedad, diciendo que el sentido de los que la
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