La trama del libro se decanta cuando sus superiores encargan a Fred que investigue a Bob Arctor, o sea, aunque ellos lo ignoran, que se autoinvestigue. Dócil, Arctor esconde en su casa cámaras y grabadoras que funcionan continuamente. Era el sueño de Dick, pero no solo el suyo: el 16 de julio de 1973, en uno de los momentos cruciales del Watergate, un asiduo de la Casa Blanca reveló que, desde hacía muchos años, el presidente grababa todas sus conversaciones sin que sus interlocutores lo supieran. Apenas resonaba una voz en el despacho oval, las grabadoras se ponían en marcha. Este episodio, que horrorizó a los Estados Unidos, no asombró mucho a Dick y hasta despertó en él una corriente de simpatía por su viejo enemigo. Lo que para la opinión pública era una técnica de extorsión, para Phil era el signo de una inquietud que él conocía bien: Nixon, en su opinión, no quería conservar un rastro de lo que decían los que lo visitaban, sino de lo que podía llegar a decir él. Se espiaba a sí mismo tanto como espiaba a los demás. ¿Escuchaba esas grabaciones o le bastaba con saber que existían? ¿Se grababa a sí mismo mientras las escuchaba? ¿Imitaba a Arctor, que, cada dos o tres días, se pone su «monotraje mezclador» y se instala frente a la batería de pantallas a rendir cuentas de lo que ha sucedido y sucede en su casa? El problema es que había veinticuatro horas de película para ver, y que aunque pudiera permanecer las veinticuatro horas del día sin dormir frente a los monitores, no hubiese sido suficiente, ya que él tenía que ser uno de los protagonistas de la película, y tenía que pasar buena parte del tiempo dentro de la pantalla y no frente a ella.