un artículo breve, uno de esos hechos tan terribles que no vale la pena describir detalladamente. Era la historia de un niño de tres años al que sus padres habían llevado al hospital para una operación benigna. Tenía que salir al día siguiente, pero el anestesista había cometido un error y el niño, tras varias semanas de tratamientos desesperados, había quedado sordo, mudo, ciego y paralítico. Irremediablemente.
Al leer esto, un sollozo le subió por la garganta y se quedó allí sin poder salir. Se pasó toda la tarde con la mirada perdida y los ojos desorbitados por el espanto. Nunca nada le había hecho tanto daño. No podía pensar en otra cosa que no fuera el despertar de ese niño. El momento en que este habría recuperado el conocimiento, en la oscuridad. Inquieto, en un primer momento, pero inquieto como cuando lo estamos al saber que la inquietud está a punto de terminar. Dondequiera que él estuviera, sus padres no podían estar lejos. Iban a encender la luz, iban a hablarle. Y nada sucedía. Ni un sonido. Intentaba moverse y no podía. Intentaba gritar, pero no se oía. Quizá sentía que lo tocaban, que le abrían la boca para darle de comer. Quizá lo alimentaban con suero, el periodista no lo decía.