Un mundo en el que la televisión no sirve para ser mirada por los ciudadanos sino para observarlos a ellos: capaz de engañar a los actuales estimadores de audiencia, una cámara colocada detrás de cada pantalla permite controlar la asiduidad frente al televisor y la sensibilidad al adoctrinamiento dispensado por el Guía, cuyo augusto rostro es mostrado a diario. Hasta el día en que un quídam, tras haber absorbido una sustancia ilegal, ve algo distinto de ese rostro: algo horrible, un pulpo monstruoso, un avatar de Palmer Eldritch. «Alucinación», se dice, y, por supuesto, empieza a preguntarse si esa alucinación no es en realidad una visión de la Realidad última. La continuación del relato lo confirma: tras entrar en contacto con una organización de resistentes, el protagonista se entera de que la droga responsable de su visión no es un alucinógeno, sino un antialucinógeno. El alucinógeno es lo que toma toda la población sin saberlo, continuamente, mezclado con el agua del grifo, y gracias a sus efectos aquella reconoce cada día al Guía bajo los mismos rasgos armoniosos. Solo aquellos que toman la antidroga, el «lucidógeno» si se quiere, lo ven tal como es, es decir, cada vez diverso, cada vez diversamente monstruoso.