Resulta evidente que, al igual que se necesita una cultura de la vida, también se requiere una cultura del morir. No solo hemos de promover un desarrollo de la medicina, sino también un desarrollo del ser humano que ejerce el arte galeno y del enfermo que lo necesita. El paradigma biologicista en el que todos nos solemos mover, donde la salud no pasa de ser considerada como el buen funcionamiento de los órganos de nuestro cuerpo, ha de ser superado. Nuestro empeño por trabajar por la vida ha de ser revisado y contrastado con la humilde constatación de que somos eso: seres humanos, limitados, destinados también a morir. Y no es esta una mala noticia. En estas páginas se hace un diagnóstico -provisional, cómo no— del mundo de la salud, de la medicina y del acompañamiento pastoral. Es un diagnóstico crítico, pero también propositivo. Ese enfermo llamado cultura sanitaria se puede sanar; está enfermo porque todos tenemos hábitos no saludables, porque lo enfermamos, aunque luego seamos tristes víctimas suyas. No se trata de hacer una crítica a los profesionales de la salud, sino un análisis del corazón humano que anhela la salud y, equivocadamente, construye un mundo enfermo con el modo de situarse ante la limitación de nuestra condición. Tampoco es cuestión de una crítica superficial a la acción pastoral en el mundo de la salud. De donde partimos es del profundo convencimiento de que hemos de revisar algunos modos en que hemos reflexionado desde la fe sobre el sufrimiento y el morir, así como algunos modos en que acompañamos a quien se encuentra en ese trance propio o de los seres queridos.