Si él ha sido, la ley lo castigará a su tiempo, no tenga usted cuidado.
–Pero cual ley, ¿señor cura? La ley no castiga sino a los infelices en esta parroquia. Los gamonales, los atrevidos, los guapetones, ¿no se salen con todo lo que quieren? Yo he vivido desterrado un año entero; Manuela ha tenido trabajos como llovidos; se ha visto encausada, fugitiva, y últimamente atacada con las llamas al tiempo mismo de tomar estado, ¡y todo esto a esa pobre que no es capaz de hacerle mal a nadie! ¡Yo perdonaría al gamonal de la parroquia como cristiano, para cumplir con el Padre Nuestro, si las leyes lo castigaran, pero sabiendo que no hay leyes, ¿me pondré yo a perdonar? Si somos tiranizados por ser humildes y buenos cristianos, dejémonos ya de bondades, y hagamos lo que nuestros enemigos hacen.
–Está usted muy equivocado, señor Dámaso, y usted desbarra como los hombres que no tienen religión, porque la pasión de la ira arde en el corazón de usted sobre la pasión del amor. Un joven como usted, arrebatado por las pasiones, no puede fallar sobre lo que le conviene, así como el enfermo de fiebre no puede recetarse a sí mismo sin riesgo de envenenarse. Si usted tuviera la virtud de la fortaleza, no estaría en este momento sometido a los embates del infortunio como una pluma lo está a la corriente del huracán; porque es la verdad, que si don Tadeo se le presenta en alguna parte, usted renuncia al casamiento con Manuela, por el amor a la venganza que lo llevaría a usted a un presidio o a un país lejano; ¡cuánto mejor sería que usted se dejase guiar por el dictamen de la prudencia que por el de la ira, que es la más brutal de todas las pasiones!