El S-Bahn nos dejó a pocas cuadras. Fuimos por un camino que Franziska conocía; me dijo que la entrada estaba algunos metros más allá. El entorno iba volviéndose menos urbanizado, hasta que llegamos a las puertas del bosque. Íbamos con dos mochilas cargadas a tope. Comida y bebida para un picnic, mantas para recostarnos, libros y una cámara de fotos que sacaba de la casa por primera vez. Era el día más caluroso desde que había llegado a Berlín; me toqué la parte de arriba de la cabeza y estaba hirviendo. Pero al entrar al bosque, los árboles habían detenido el sol y el aire se tornaba perfumado y húmedo. Caminamos lentamente escuchando el sonido de nuestras zapatillas contra la tierra. Un sonido seco pero mullido