Las sombras de la prisión se cernían sobre todos nosotros; muros sólidos y tenaces para los más blancos, pero implacablemente angostos, altos e infranqueables para los hijos de la noche, quienes, resignados, debían perseverar oscuramente en la resignación, golpear en vano el muro con la palma de la mano u observar, firmemente, casi sin esperanza, la franja azulada que se alzaba por encima de sus cabezas.