La amistad de Paz con Soriano será una de las más perdurables: lo conoce en 1941 poco después de que el pintor llega de Guadalajara, y se conserva para siempre. No olvidaré la cara de Juan -que no es la cara de todos- a la mañana siguiente de la muerte de Octavio: fue el primero en llegar a la casa de Francisco Sosa, antes de las ocho de la mañana, con Marek, su compañero. Los enormes ojos azules y rojos, al mismo tiempo aterrados y festivos... Pero, desde luego, el retrato es el que le toma Paz en 1941, quizá el mejor que trazó nunca:
Cuerpo ligero, de huesos frágiles como los de los esqueletos de juguetería, levemente encorvado no se sabe si por los presentimientos o las experiencias; manos largas y huesudas, sin elocuencia, de títere; hombros angostos que aún recuerdan las alas de petate del ángel o las membranas del murciélago; delgado pescuezo de volátil, resguardado por el cuello almidonado y estirado de la camisa; y el rostro: pájaro, potro huérfano, extraviado. Viste de mayor, niño vestido de hombre. O pájaro disfrazado de humano. O potro que fuera pájaro y niño y viejo al mismo tiempo. O, al fin, niño permanente sin años, amargo, cínico, ingenuo, malicioso, endurecido, desamparado.