Leí con admiración las cinco profecías de Pero Grullo, y estaba meditando en ellas cuando por detrás me llamaron. Volvime, y era un muerto muy lacio y afligido, muy blanco y vestido de blanco, y dijo:
—Duélete de mí, y si eres buen cristiano, sácame de poder de los cuentos de los habladores y de los ignorantes que no me dejan descansar, y méteme donde quisieres.
Hincose de rodillas, y despedazándose a bofetadas, lloraba como niño.
—¿Quién eres —dije— que a tanta desventura estás condenado?
—Yo soy —dijo— un hombre muy viejo a quien levantan mil testimonios y achacan mil mentiras; yo soy el Otro, y me conocerás, pues no hay cosa que no lo diga «el Otro», y luego, en no sabiendo cómo dar razón de sí, dicen: «Como dijo el Otro». Yo no he dicho nada, ni despego la boca. En latín me llaman quidam, y por esos libros me hallarás abultando renglones y llenando cláusulas. Y quiero, por amor de Dios, que vayas al otro mundo y digas cómo has visto al Otro, en blanco, y que no tiene nada escrito, y que no dice nada, ni lo ha de decir ni lo ha dicho, y que desmiente desde aquí a cuantos me citan y achacan lo que no saben, pues soy el autor de los idiotas y el texto de los ignorantes. Y has de advertir que en los chismes me llaman «cierta persona», y en los enredos «no sé quién», y en las cátredas «cierto autor», y todo lo soy el desdichado Otro. Haz esto y sácame de tanta desventura y miseria.