Entre las capas más pobres de la sociedad, las circunstancias económicas hacían cada vez más difícil una relación sexual natural entre un hombre y una mujer. «Poca propiedad y muchos hijos –como decía un proverbio flamenco– traen grandes desastres para muchos.» La Iglesia y, en otra medida, el servicio militar, ofrecían posibilidades de empleo fuera de la comunidad local, pero la familia se preservaba generalmente como una unidad autosuficiente (aunque solo lo fuera marginalmente), por una serie de limitaciones voluntarias. Una de ellas era la postergación del matrimonio en sí para los hombres pobres, frecuentemente hasta que habían llegado a una edad intermedia entre los 30 y los 35 años. La segunda era tener relaciones sexuales por medios que no condujeran a la concepción, medios por los que los clérigos recibían instrucciones de inquirir en el confesionario, y que ellos trataban de combatir. La tercera era el aborto, también condenada y, desde luego, penada con la muerte, pero que se practicaba con frecuencia. La última medida era correr el riesgo y en este sentido, al menos en las ciudades, los orfelinatos aceptaban a los niños abandonados, los proveían de nodrizas y se los entregaban a padres adoptivos; un sistema apoyado en la ausencia del prejuicio social, ya que no legal, contra el bastardo.