Nosotros seríamos unos autores del montón, pero el hecho de que estuviéramos ahora en París fue considerado, con toda seguridad, una especie de éxito y muchos de los que no habían sido elegidos no nos lo perdonaron. La mayoría piensa que si puedes viajar al extranjero, si te traducen, si se venden tus libros, vives una especie de beatitud que se te sube a la cabeza, que miras a los demás con desprecio desde las alturas. Si se te ocurre no responder inmediatamente a un correo electrónico te encuentras con una larga carta injuriosa. Cada matiz de tu voz y cada uno de tus gestos son sopesados e interpretados torticeramente: mira tú adónde hemos llegado, ya no estamos a su nivel… Nadie cree que sigas siendo el mismo, que sigas con tu vida y tus problemas y que te duele, como a todos los demás, que te traten injustamente. Que te duele, sobre todo, ese rencor general que no puedes entender, tú, que odias tener enemigos. Cada uno de nosotros, apretujados ahora entre el gentío en la recepción de la embajada, con un plato en una mano y una copa en la otra, sentía esa ambigüedad: la satisfacción de estar entre los elegidos y el sentimiento de culpa por los demás, por los que se habían quedado en casa. Porque no son la beatitud, el triunfo o el desprecio los que acompañan siempre al éxito, como se piensa, sino el profundo sentimiento de culpa porque, sin quererlo, hieres con tu mera existencia el orgullo de mucha gente