Después, durante cuatro minutos cincuenta y dos segundos, hizo crujir la noche bajo su puño.
Él era el campo, era la tierra seca, era el horizonte tenso de la pampa, era el olor de los caballos, era el sonido del cielo del verano, era el zumbido de la soledad, era la furia, era la enfermedad y era la guerra, era lo contrario de la paz. Era el cuchillo y era el tajo. Era el caníbal. Era una condena. Al terminar golpeó la madera con la fuerza de un monstruo y se quedó allí, mirando a través de las capas del aire hojaldrado de la noche, cubierto de estrellas, todo fulgor. Y, sonriendo de costado –como un príncipe, como un rufián o como un diablo–, se tocó el ala del sombrero. Y se fue.