La abuela murió en verano. Los últimos tres años de su vida dormía en su mecedora para que no se entumecieran sus huesos; al clarear el alba, se incorporaba con dificultad y, bordón en mano barría, preparaba sus alimentos, porque sólo su mano conocía la sazón; caminaba sin cesar y de nuevo, al atardecer, volvía a su mecedora.
Un mediodía llamó a su hijo Santiago:
—Acuéstame, hijo, porque voy a morir.
Todos los hermanos acudieron a ella como en la hora del incendio. Tía Cecilia, cerrando sus ojos, empezaba a dejar que se consumiera finalmente la llama. El joven sacerdote llegó con toda su fe a cuestas.
—Vengo para lavar tus pecados —dijo. La abuela abrió los ojos, se incorporó, preguntó por qué no la dejaban morir en paz.
—Lo que yo haya pecado ya lo lavé con el agua de mis años, tú, tú dime los tuyos para ayudarte, porque yo voy para allá con Dios y tú te quedas aquí, en la edad y en la estación del pecado.
Pero él quiso intimidarla con el infierno. Esto colmó la paciencia de la abuela, que bajó de la cama y, bastón en mano, lo hizo salir a golpes de la casa, luego gritó a sus hijos y nietos que la rodeábamos:
—¡Ayúdenme, hijos, porque voy a morir!—. Y se desplomó en nuestros brazos; se doblegó su cuerpo pequeñito, pero dejó viva la esencia de su fuerza.
Ésta es la abuela inagotable a la ventana del mañana, a través de mi sangre.
Ésta es mi abuela, la que exorcizó el pecado, la que murió de pie.