En 2013, después de la muerte de una de sus mejores amigas, Aniko dejó su casa en Buenos Aires y se fue de viaje sin pasaje de vuelta. Recorrió sola y acompañada parte de Sudamérica y Europa y fue notando cómo el estado de viajera permanente que había adoptado cinco años atrás de a poco se convertía en una fuente de incomodidades. En España se cruzó por casualidad con un libro que la impulsó a cambiar sus métodos: empezó a conocer ciudades a través del transporte público, jugó a la búsqueda del tesoro, convirtió Islandia en un desafío, intentó reconstruir el pasado de sus abuelos en Hungría y Alemania a partir de fotos en blanco y negro de mediados del siglo pasado. En Francia se enamoró pero ya sabía, por experiencias anteriores, que los amores de viaje terminan en una vitrina de relaciones fallidas.
Durante dos años buscó respuestas en quince países del mundo sin saber muy bien qué hacer pero confiando en la viajoterapia como solución a su tristeza. En un viaje en auto, el conductor le habló del síndrome de París, un trastorno psicológico transitorio que afecta a algunos japoneses la primera vez que visitan la ciudad. Tienen una imagen tan perfecta de la capital francesa que al llegar sufren un shock de normalidad, la distancia entre la realidad y sus expectativas les produce ataques de ansiedad y desilusión. A partir de ese diálogo, Aniko encontró la conexión invisible entre las cosas y entendió que viajar no era el estilo de vida que imaginaba.