La tortuosa (y a menudo ridícula) historia de la blasfemia alcanzó cotas sublimes (es decir, grotescas) el día en que cinco sediciosas uniformadas con medias, chaquetas y peinados intolerables traspasaron las puertas de una catedral moscovita con el propósito de cantar sus discrepancias en el altar de la ortodoxia. Allí blandieron guitarras y allí (dónde si no) toparon con la Iglesia, cuyo brazo secular se abatió sobre ellas con todo el peso de la ley (que es mucho) para aplastarlas antes de que pudiesen entonar la segunda estrofa.
El gran vicario Putin se puso, como suele, los calzones y enarbolando la razón de Estado decidió apagar la música a toque de corneta (con la inestimable colaboración, naturalmente, de ese poder que llaman judicial): tres de las insurgentes detenidas in situ fueron acusadas de horribles delitos y las dos más contumaces siguen purgando su osadía en una cárcel esteparia.
Pero el segundo mandamiento es inmisericorde, y la autoridad competente que había pronunciado el nombre de Dios en vano halló en su pecado la penitencia: un inmenso coro de voces consternadas clamó de profundis para afearle su conducta. Por mucho que oculten las orejas en cumbres lejanas (e internacionales), los popes y sus centuriones no consiguen desoír el estruendo.
Ese alboroto es este libro. Aquí se reúnen canciones, poemas, artículos y otros textos significativos de las vulvas sublevadas junto con las turbulencias aportadas por personajes tan ilustres como Yoko Ono, Bianca Jagger o Vivian Goldman. Se trata de un material heterogéneo que nos proporciona la estampa de una batalla contemporánea en defensa de las libertades civiles. La guerra no ha terminado y también se libra en nuestras páginas.