Cuando oyó el aterrador aullido de un lobo, dejó caer los regalos, sacó el cuchillo y se volvió hacia la bestia.
Era enorme, de ojos rojos y fauces grandes y babeantes. Cualquiera se habría muerto de miedo al verlo, excepto la hija de unos montañeses. Se le lanzó a la garganta, como hacen los lobos, pero ella le asestó un golpe con el cuchillo de su padre y le cortó la pata derecha.
El lobo soltó un aullido, casi un sollozo, cuando vio lo que le había pasado; los lobos son menos valientes de lo que parecen. Se alejó desconsolado entre los árboles, tanto como se lo permitían sus tres patas, dejando un reguero de sangre. La niña limpió la hoja del cuchillo en su mandil, envolvió la pata del lobo en el paño con el que su madre había cubierto las galletas y siguió hacia la casa de su abuela.