Filosofía de la casa

Fabricamos casas y ropa no para proteger el cuerpo, sino porque el cuerpo no es suficiente para el alma. El yo siempre es mundano, vive fuera de nuestro cuerpo. Nunca podremos decir yo sin apoyarnos en el mundo.

El yo no es ya lo que nos permite distinguirnos de las cosas que producimos y usamos, sino el fuego de la indistinción entre sujeto y mundo, entre conciencia y universo material.

La moda es posible a partir del descubrimiento de que podemos habitar el mundo como habitamos nuestros cuerpos: podemos establecer con porciones de este mundo una forma de cohabitación que va más allá de lo anatómico. Y que nos obliga a rediseñar toda la geografía psicosomática del cosmos: las almas son artefactos, cuerpos móviles e inorgánicos que usamos y que nunca dejamos de penetrar y de abandonar.

Cada sentimiento, cada emoción, cada actitud psicológica no es un hecho puramente mental, sino que debe convertirse en fisiología del mundo material: la conciencia existe en la ropa, es un carnaval de colores, formas, tallas.

En su condición de identidad objetivada y cosificada —una especie de yo prêt-à-porter— cada vestido permite dar un carácter objetivo y público a la personalidad y a la identidad, ya no puramente psicológico (y que precisamente por eso lo vuelve comunicable): se convierte en el atributo de las cosas y en la expresión de una conciencia.

Si nos servimos de la ropa para hacer de nuestra identidad un objeto de construcción continua es porque esta se muestra más sensible a las diferencias psicológicas más sutiles. La distinción que la vestimenta moderna expresa nada tiene que ver con la simple distancia económica y social que separa las clases.

En cuanto técnica capaz de transformar la identidad en manufactura, cada vestido hace de la identidad la expresión de un albedrío más que de una naturaleza. No somos lo que hemos heredado (una nacionalidad, una etnia, una cultura, una lengua), sino lo que hemos decidido ser, pudiendo dejar de serlo en cualquier momento.

A estas formas de identidad puede oponer el individuo moderno otra producida, construida a nivel psicológico, cultural y moral: la identidad es, por lo tanto, un artefacto, una construcción técnica y artística.

Simmel mostró el verdadero proyecto moral del capitalismo moderno: la afirmación del dinero como medio de construcción de la sociedad entera libera al individuo de estructuras sociales hereditarias como la clase, la etnia o la religión.

La moda es, pues, el intento de hacer del arte el medio y la forma de la constitución del yo. No se trata de un aspecto secundario de la vida cultural de las sociedades contemporáneas: es la expresión extrema de la idea democrática de distribuir el poder a todos los individuos; es la afirmación de que la identidad en un espacio democrático no es algo dado a priori, sino que ha de ser objeto de negociación y de construcción común.