La venerable trinidad compuesta por sexo, drogas y rocanrol constituye a estas alturas un tópico próximo a la chuminada aun cuando Steven Tyler se haya consagrado a los ejercicios trinitarios con un paroxismo sulfúrico capaz de disolver hasta los lugares más comunes. En lo tocante al primer apartado podemos afirmar sin miedo a error que incluso los más consumados atletas genitales rinden sus humilladas cabezas ante las acrobacias de nuestro héroe, cuyo inagotable repertorio de incontinencias es motivo de estupefacción y, por supuesto, de envidia. Con respecto al segundo baste decir que él mismo cifra en veinte millones los dólares dedicados a la adquisición de las sustancias ilícitas empleadas para conocer el éxtasis y, en varias ocasiones, el borde de la muerte. Las lícitas ni se computan. El tercer sacramento se resume mediante un nombre que ha electrizado a varias generaciones y ha vendido unos ciento cincuenta millones de discos: Aerosmith. Ese vendaval sonoro acumula ya cuarenta y cinco años, los suficientes para que su voz cantante haya tomado plena conciencia de que es un cuerpo celeste situado en una órbita compartida con, digamos, Keith Richards o el difunto Jimi Hendrix. De acuerdo con los rituales de la galaxia, Steven Tyler ha tomado la pluma para contarlo todo (absolutamente) con tantos pelos y tantas señales que deja otras memorias roqueras convertidas en almibarados cuentos de guardería. El resultado es este descaro, este desacato obsceno en forma de libro.