Esta es la semblanza de un hombre que conmueve. Conmueve por su sencillez, su calidez, su humildad, su humanidad; conmueve por sus llamadas telefónicas a personas anónimas, sus gestos de ternura, su sonrisa acogedora para con los niños que vienen a tirarle de la sotana o a sentarse en el trono pontificio mientras habla; conmueve por su libertad de palabra, su condena de la arrogancia, de la inmoralidad o de la hipocresía de algunos clérigos, su rechazo del protocolo y su condena del lujo; conmueve por sus gestos y palabras en favor de los pobres, de los excluidos, de los marginados, de los refugiados, de las mujeres y niñas víctimas de esclavitud sexual; conmueve por su condena irrevocable de la lógica financiera, que destruye al ser humano y al planeta, su preocupación por la justicia social, su compromiso en favor de la paz; conmueve por su negativa a juzgar a los que no siguen el camino trillado de la moral cristiana tradicional, empezando por los homosexuales y los divorciados vueltos a casar. En este caótico inicio del siglo xxi es muy cierto que el Evangelio vuelve a florecer.