El desenlace de la Primera Guerra Mundial supuso una gran conmoción en el mundo centroeuropeo. La tentativa de reconstruir la legalidad democrática de la mano de la República de Weimar fue socavada tanto por las fuerzas reaccionarias que no habían aceptado la derrota como por los revolucionarios que intentaron implantar el comunismo soviético. En medio de esta gran crisis surgió una nueva disciplina que, bajo la denominación de Sociología del conocimiento, pretendió aportar alguna luz en aquellos años de delirio y confusión. Max Scheler (1874–1928) planteó, desde una perspectiva antropológica radical, la incapacidad de la civilización occidental para dar salida a la problemática que ella misma había generado al pretender sustituir la religión, primero, por la metafísica y, después, por la ciencia. Karl Mannheim (1893–1947), en su conocida obra Ideología y Utopía, destacó que el pensamiento revolucionario podía no ser progresista y que, de hecho –como se pudo comprobar con Adolf Hitler–, era posible diseñar una utopía reaccionaria y conservadora, desarrollándola por la vía insurreccional. Alfred Schutz (1899–1959), por su parte, dirigió su mirada hacia la experiencia de la vida cotidiana, mostrando cómo su dimensión histórica podía tener una condición existencial semejante a la de las narraciones infantiles. Así, estos tres pensadores afrontaron valientemente los desafíos ideológicos de su tiempo mientras ponían las bases para una reflexión no tanto sobre la verdad o la falsedad de determinado saber sino sobre las condiciones sociales e históricas que permiten la existencia de cualquier tipo de saber. Es decir, las bases de una Sociología del conocimiento.