Jesse Trasmere no se fiaba de los bancos. Guardaba el dinero, sus montones y montones de dinero, en el sótano acorazado de su casa. Era un sótano a toda prueba: su única puerta sólo tenía una llave, que el viejo avaro siempre llevaba colgada al cuello; nadie, excepto él, había penetrado en el refugio desde que habían salido quienes lo construyeron. Cuando la policía logró entrar encontró el dinero intacto, la llave sobre una mesa, el cadáver de Jesse Trasmere con una bala mortal en la espalda y una única pista: un alfiler, un pequeño alfiler nuevo, reluciente y un poco torcido.