El padre quedó mirando con extrañeza la rústica tumba. Su hijo estaba allí, ¡allí para siempre!… ¡Y no lo vería más! Lo adivinó dormido en las entrañas del suelo, sin ninguna envoltura, en contacto directo con la tierra, tal como le había sorprendido la muerte, con su uniforme miserable y heroico. La consideración de que las raíces de las plantas tocaban tal vez con sus cabelleras el mismo rostro que él había besado amorosamente, de que la lluvia serpenteaba en húmedas filtraciones a lo largo de su cuerpo, fue lo primero que le sublevó, como si fuese un ultraje. Hizo memoria de los exquisitos cuidados a que se había sometido en vida: el largo baño, el masaje, la vigorización del juego de las armas y del boxeo, la ducha helada, los elegantes y discretos perfumes… ¡Todo para venir a pudrirse en un campo de trigo, como un montón de estiércol, como una bestia de labor que muere reventada y la entierran en el mismo lugar de su caída!
Quiso llevarse de allí a su hijo inmediatamente y se desesperó porque no podía hacerlo. Lo trasladaría tan pronto como se lo permitiesen, erigiéndole un mausoleo igual a los de los reyes… ¿Y qué iba a conseguir con esto? Cambiaría de sitio un montón de huesos; pero su carne, su envoltura, todo lo que formaba el encanto de su persona, quedaría allí confundido con la tierra.. El hijo del rico Desnoyers se había agregado para siempre a un pobre campo de la Champaña. ¡Ah miseria! ¿Y para llegar a esto había trabajado tanto él, amontonando millones?…