los Príncipes del Infierno. No eran la clase de demonios contra los que luchaban los cazadores de sombras; en la mitología que existía sobre ellos, eran lo contrario de ángeles como Raziel. Sus intereses parecían estar más allá de los humanos, que eran como hormigas para ellos. Batallaban contra ángeles y dirigentes de otros mundos distintos a la Tierra, mundos que los príncipes parecían coleccionar como piezas de ajedrez. Eran inmortales, aunque a veces podían herirse entre ellos de una forma que el herido quedara debilitado durante años.
Había nueve en total. Estaba Sammael, el primero que soltó demonios por la Tierra. Azazel, que forjaba armas y cayó en desgracia cuando dio a los humanos los instrumentos con los que ejercer la violencia. Belial, que «no caminaba entre los hombres», era descrito como el príncipe de los nigromantes y los brujos, y un ladrón de reinos. Mammon, príncipe de la avaricia y la riqueza, al que se podía chantajear con dinero y tesoros. Astaroth, que tentaba a los hombres para que mintieran y sacaba partido de las desgracias. Asmodeus, el demonio de la lujuria y supuesto general de la armada del infierno. Belfegor, el príncipe de la pereza y, cosa curiosa, de los vendedores de aceite de serpiente y los estafadores. Leviathan, el demonio de la envidia, el caos y el mar, que era monstruoso y al que raras veces se invocaba. Y por último, por supuesto, Lucifer, el líder de los arcángeles, el más bello de todos los príncipes, el que lideró la rebelión contra el cielo.