Como no es posible correr tras el presente, Anima mea lo contempla desde el tejado de su casa. Allí, entre las tejas rojas se pasa las horas muertas, alumbrando el desierto más inmenso que pueda darse en el pensamiento de un hombre. Si su mujer le viera, que está en la cama enferma, a buen seguro que en susurros o a voces, según el talante con que se encuentre, le motejaría de patán iletrado, de bolonio y majagranzas, que son palabras éstas que descalifican a los seres humanos y a su inteligencia. Anima mea, desde el tejado, contempla espectador el Universo como si de él no formara parte; el circo de montañas alrededor de su pueblo y el río desbocado en invierno y medio seco en verano; a las cigüeñas, en la torre de espadaña, que están tan cerca de su tejado que casi puede tocar con los dedos de su mano, y a las gentes de Coscojal de los Desamparados que pululan por sus calles como si la prisa y las ansias de hacer algo, les atosigaran.
Dice este barbero grande que todo lo ve con los ojos cerrados, que cuando los abre, la visión se le pierde y se le difumina y ya nada es como lo sueña. A saber si estas confesiones son verdad o mentira.