Desde niño he celebrado la fascinación que ejercen en el ser humano lo tenebroso, lo desconocido, lo macabro, lo sombrío, todo aquello que se relaciona con esa inagotable veta de la literatura o el cine que llamamos de terror. En el arte hay cabida para todo, y la invención no debe estar sujeta a leyes de ningún tipo. Por eso creo que la fantasía es más gozosa mientras más lejana se encuentre del mundo que confrontamos día a día con los ojos abiertos. Y, también por eso, entre más unicornios y dragones, más libre y placentera; entre más vampiros y fantasmas, más brujas y demonios, más monstruos y engendros, mayor el espacio lúdico, mayor el placer, mayor el entretenimiento.
Ese es el terror que celebro en el arte: el que se queda atrapado entre las páginas de los libros y entre las cubiertas de un DVD; el que, sin importar el tamaño de la maldad de sus monstruos, no gotea sangre hacia este mundo, el que confrontamos diariamente con nuestros sentidos. Así de vasto es el universo de la ficción. Y así de maravilloso y digno de celebrarse es todo lo que producen el intelecto y la sensibilidad humanos.
No obstante, pese a todos los discursos que pueda esgrimir en este sentido, sé que la palabra terror y todas sus significaciones no son patrimonio exclusivo del arte. Y que son mucho más grandes los horrores que produce la realidad que los propios del cine y la literatura. Nada tiene que hacer un vampiro contra un terrorista; nada, un espectro contra un violador; nada, el mismísimo Voldemort contra el Monstruo de Amstetten. Como dije: uno se celebra; el otro se aborrece.