Cada vez que decidía acuclillarme y aliviarme, todos se volvían locos. Me cogían y corrían hacia la puerta, me dejaban rápidamente en la hierba y se me quedaban mirando hasta que yo me recuperaba del susto y podía continuar con mis asuntos, que siempre merecían tantos elogios que al final me pregunté si no sería esa mi principal función en la familia. Pero sus elogios no eran muy coherentes, porque había unos papeles que me habían dejado para que los rompiera y, si yo me aliviaba en ellos, también decían que yo era un buen perro, pero lo decían con alivio y no con alegría. Y, tal como he dicho, a veces estábamos todos juntos en la casa y se enfadaban conmigo por hacer exactamente lo mismo