Toda una vida se justificaría si se pudiera recordar un minuto del deseo, el instante en que el cuerpo, con su idioma de cuerpo, gritó su nombre, el segundo solemne en que se es dueño de la propia piel, porque el deseo la ha devuelto sin pecados ni castigos, la ha retornado de una vez y para siempre a nuestra propiedad, el segundo en que la piel nos pertenece para vivir y vivirla.