«Un regreso al pueblo de la niñez que no está anclado en la nostalgia, ni en el paso del tiempo y descree de los tópicos usuales de la autobiografía. Una escritura profunda y no complaciente cruzada por muchas otras voces tan cercanas como las de sus propios paisanos. Las voces del entorno rural, sí, pero también un diálogo impensado entre Anna Ajmátova y Juan Carlos Bustriazo Ortiz. ¿Qué signos marcan el destino de un poeta? ¿Cómo leerlos con ojos que apenas vislumbran un devenir, una lenta transformación, que nos convierte en cuerpos domados o en fantasmas?
Como si cortara flores silvestres en un campo, Sabrina construye su propio credo: deberías callarte para escribir / los poemas son oraciones / que la vida y la muerte me atraviesen como un río.
Hay en estos cuadernos un viaje que enlaza lo leído y lo vivido y es difícil saber cuáles son los límites entre una y otra experiencia.
Ella escribe con la memoria y con la sangre, con las rodillas raspadas por las ortigas, la sonrisa del hijo y el aura de Rilke o Whitman.
¿A qué lugar pertenecemos? ¿Qué paraísos perdidos buscamos recuperar en la escritura? Cuando escribo repito (…) los poemas que me sirven de escuela, de casa y de caballo…
Ese llamado de la naturaleza está arraigado en la infancia; la frescura del agua de la bomba, los pies descalzos en el barro, la galería de la casa y las hormigas.
Hacer de la contemplación palabra y de la palabra una casa, un último refugio que nos proteja del avance de la oscuridad.
Interrogar-interrogarse, buscar los rastros de la tribu, las señales incandescentes en el cielo.
Escribir para cambiarlo todo, para que todo cambie en todas partes.
Asumir esa herencia que nos ayude a resistir» (Marisa Negri).