El lenguaje, que la aprisionaba y la hería como una prenda hecha con miles de alfileres, desapareció de un día para otro. Podía oírlo, pero un silencio como una gruesa y compacta capa de aire se interponía entre el caracol de sus oídos y el cerebro. Rodeada por ese silencio oprimente, no podía acceder a la memoria que le permitía mover la lengua y los labios para pronunciar las palabras y sostener con firmeza el lápiz. Había dejado de pensar con el lenguaje. Se movía y lo comprendía todo sin acudir a la lengua. Un silencio anterior al habla, anterior incluso a la existencia, absorbía el fluir del tiempo y la envolvía por dentro y por fuera como una esponjosa capa de algodón.