La necesidad de alimentar el hambre del propio ego obliga al egocéntrico a obtener, sin escrúpulos, la aprobación y el aprecio continuos. Si no los obtiene, se desencadenan reacciones agresivas, que siempre tienden a atribuir la culpa a los otros o al mundo injusto; si el egocéntrico se cuestionara a sí mismo, se resquebrajaría su coraza de certezas y caería en una crisis de auténtica descompensación psíquica, condición de la que se defiende con denuedo. Por lo tanto, el hombre aparentemente fuerte, testarudo hasta el cerrilismo a la hora de mantener sus posturas, oculta una marcada fragilidad emocional de la que se protege con actitudes y conductas que dan una imagen de sí opuesta y bien visible. Nunca hay que olvidar la antigua máxima: «Quien se exhibe no brilla».