Conclusión: si Mary Shelley aprendió español para poder no ya leer sino degustar el Quijote, ¿no deberíamos todos los que ya tenemos la fortuna de saber español encontrar algún momento de nuestra vida para zambullirnos, aunque sólo sea un rato, en alguno de los maravillosos relatos que pueblan la irrepetible historia del maravilloso Don Quijote? Y pronto, antes de que los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo; o, para ser más justo, antes de que quienes programan los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo.