me habría puesto furioso. Yo me sentía como un hombre joven. Mi conejo de peluche estaba ahí porque le tenía cariño. Pero podía dormir sin él y podía defenderme solo. Ni siquiera cuando tenía el “sueño escarlata” me lo llevaba a la cama. El conejo me miraba desde su rincón, con un ojo más bajo que el otro. No le pedía ayuda pero pasaba mucho tiempo antes de que pudiera volver a dormirme.
En las noches de pesadilla despertaba con mucha sed. Si ya me había acabado el agua que mi madre colocaba en el buró, no me atrevía a ir a la cocina, como si ése fuera el lugar del “sueño escarlata”.
Entonces trataba de distraerme con los países del mapamundi. Mi favorito era Australia, pintado del color de un chicle bomba. Mis tres animales preferidos eran australianos: el koala, el canguro y el ornitorrinco.
Lo que más me gustaba de los koalas era la forma en que se sostenían de los árboles. Me abrazaba a la almohada, como si fuera un koala, hasta quedarme dormido, con la luz encendida.
Tal vez porque estaba creciendo se me ocurrían cosas de terror. A mis amigos del colegio les gustaban las historias de fantasmas y vampiros. A mí no me gustaban, pero tenía ese sueño terrible.
Una noche desperté aún más sobresaltado. Prendí la luz y me vi las manos, temeroso de que estuvieran manchadas de sangre. Sólo tenía las marcas de tinta con las que había vuelto del colegio. Vi el mapamundi y, antes de que pudiera pensar en países lejanos, oí un sollozo. Venía del pasillo y tenía el tono inconfundible de mi madre.
Esta vez me atreví a salir. El llanto era más importante que mi pesadilla y caminé descalzo al cuarto de mis padres.
Ellos dormían en camas separadas. Las cortinas estaban abiertas y la luz de la Luna entraba al cuarto, sobre la cama de mi padre, que era la más próxima a la ventana. He visto muchas camas desde entonces pero ninguna me ha impresionado de ese modo: mi padre no estaba allí.
Mamá lloraba, con los ojos cerrados. No se dio cuenta de que yo estaba en el cuarto. Fui a la cama de mi padre, la abrí y me metí ahí. Respiré un olor delicioso, a cuero y loción, y me quedé dormido en el acto. Nunca descansé mejor que esa noche.
Al día siguiente, a ella no le gustó verme dormido en la cama de mi padre. Le dije que era sonámbulo y que había llegado ahí sin saberlo.
—¡Lo que me faltaba! —exclamó mi madre—: ¡un hijo sonámbulo!
En el camino a la escuela, mi hermana Carmen se burló de mí porque caminaba dormido. Luego me preguntó si le podía enseñar a ser sonámbula. Carmen tenía 10 años y creía todo lo que yo decía. Le expliqué que pertenecía a un club que se reunía por las noches: recorríamos las calles sin dejar de dormir.
—¿Cómo se llama el club? —me preguntó Carmen.
—El Club de la Sombra —se me ocurrió de pronto.
—¿Y yo puedo entrar?
—Antes tienes que superar varias pruebas. No es tan sencillo —le contesté.
Carmen me pidió que una noche la despertara para llevarla al club. Prometí hacerlo, pero naturalmente no lo hice.
Preocupada de que yo fuera sonámbulo, mamá h