De 1816 se dijo que fue «el año sin verano». La erupción de un volcán indonesio alteró la meteorología incluso en lugares tan lejanos como Suiza. Allí, en la villa Diodati, Lord Byron y sus invitados –su médico y secretario Polidori y los Shelley, Percy B. y su esposa Mary— soportaban como podían la lluvia y el frío del inexistente estío. Para combatir el aburrimiento, se retaron a escribir cada uno una historia de terror. En aquella velada, que se conoce como «la noche de los monstruos», nació el Frankenstein de Mary Shelley, y también El vampiro de Polidori. De los cuatro personajes, Emmanuel Carrère se centra en el menos relevante, en el paria, en el fracasado: Polidori, al que encontramos en el Soho londinense, adicto al láudano que le proporciona una joven prostituta llamada Teresa, al borde del suicidio y carcomido por el resentimiento porque cree que Byron se ha apropiado de El vampiro y considera que Shelley le ha robado una idea para escribir Frankenstein. Pero Polidori acaso sea un personaje manejado por la pluma de otro escritor, el capitán Walton, que está fraguando una versión alternativa de la historia de Victor Frankenstein en la que su amada Elizabeth desempeña un papel relevante. Esta versión la leerá Ann, que redacta libros para una colección de novela rosa y visita a Walton en un extraño hotel regentado por chinos. Y así se despliega un juego de muñecas rusas, una novela de novelas en la que el relato gótico da paso a la novelita rosa y ésta a la narración detectivesca y a la ciencia ficción, en una adictiva sucesión de sorpresas. El título, Bravura, hace referencia a una expresión francesa, un morceau de bravoure, que designa aquel fragmento de una obra en la que el creador despliega todo su virtuosismo. Y la novela es precisamente eso: una exploración de los mecanismos de la narración, una sugestiva indagación en el papel del escritor y también del lector, y sobre todo una propuesta literaria de una inventiva torrencial, que deslumbra y atrapa.