Mary permanece fuera, temblando de pies a cabeza. Percy ha sufrido el ataque de terror cuando la miraba, es ella la que lo ha causado. ¿Quería él responder a su crisis, encarecerla, vengarse? ¿Está haciendo teatro? Le gusta meter miedo, siempre le ha gustado: fingir de pronto la locura, de tal manera que Mary, y sin duda Harriet antes que ella, y antes que Harriet sus hermanas, todas devotas incondicionales del hermano mayor, creen que ya no están en presencia de Percy, del amante o del hermano, sino de otra persona, de un monstruo, un animal salvaje que usurpa su lugar. Es lo que a él le gusta. Byron también juega a los vampiros, los tenebrosos, pero nunca sabría infundir miedo a Percy. A su cara le falta agilidad, en definitiva la pose, sus músculos faciales han perdido, si alguna vez la tuvieron, esta movilidad de caucho para la que Percy se entrena, que explota y que le permite convertirse de improviso en un idiota o un viejo o un furioso. Hace varios meses que no se ha entregado a este tipo de demencia, pero también hace mucho tiempo que no ha practicado el juego de los papeles invertidos: se diría que esta noche quiere atraerla hacia esos territorios abandonados, asegurarse de que en ellos sigue siendo el soberano.
Mary apura de un trago su copa de vino, da unos pasos por la terraza, se acoda en el antepecho. Resplandores lejanos se reflejan en la superficie del lago. Aquel farol, allá, es la puerta fortificada tras la cual frunce el ceño Sécheron. Allí, el agua de las montañas discurre por las calles en pendiente. Es de noche, noche cerrada. Debe de ser tardísimo. Mary hunde la cara en sus manos, le da vueltas la cabeza, se vuelve y se acerca a la puerta del salón.
Mira de soslayo al interior, siguiendo el ángulo de la puerta entreabierta. Han encendido velas y Byron, que está de espaldas a ella, levanta el candelabro con una postura pintoresca. De hecho, la porción del espectáculo delimitado por el vano de la puerta evoca uno de esos retablos de género, una escena nocturna que ilustra un pasaje dramático de una novela: se acuerda de un aguafuerte grabado para la edición de la famosa obra de su padre, Caleb Williams, que tanto miedo le daba cuando era una niña. Byron y su candelabro ocupan el primer plano. La iluminación cubre la extremidad del diván donde reposa Percy, ella no sabe si inanimado o simplemente calmado. A su cabecera, casi acuclillado, está Polidori, y sus miradas se cruzan. Al instante, él lanza a Shelley una ojeada furtiva y, tras asegurarse de que éste no lo mira, se vuelve de nuevo hacia