—¡Vete! —gritó Susan— déjame sola. Su rostro se contrajo, deformándose, hasta formar una máscara de terror. Giró sobre sí misma y huyó, precipitándose en el torbellino gris de la niebla. Implacable, Michelle la siguió. —¡Quédate aquí! —susurró la voz—. Déjame hacerlo a mí. Yo quiero hacerlo. Michelle permaneció inmóvil, oyendo, esperando. Cuando vino el alarido, era como en sordina, como flotando. Ella sintió entonces que la extraña niña estaba nuevamente junto a ella, casi dentro de ella. —¡Lo hice! —susurró la voz—. Yo le dije que lo iba a hacer. Y lo hice. Las palabras retumbaron dentro de su cabeza. Michelle comenzó a caminar lentamente hacia la casa. Cuando llegó a la vieja mansión, el sol brillaba nuevamente. Era una clara mañana de otoño. El único ruido era el grito de las gaviotas…